sábado, 28 de marzo de 2009

La pulpería de las bataclanas

La pulpería de las bataclanas

Carlos tiene unos 40 y tantos años y es profesor de fotografía en una escuela de Barracas. Sus alumnos no lo tratan con respeto porque cuando los reta su voz les rechina en los oídos. Además su estatura apenas llega al metro sesenta y su cabeza es grande en relación a su cuerpo, y si a esto le sumamos su melena canosa con rulos prominentes y su barba abultada, diríamos que Carlos es un personaje de los libros de Tolkien.

Los fines de semana Carlos toma su mochila y la carga con algo de ropa más su cámara con todos los tipos de lente. A él le gusta sacar fotografías sobre los fenómenos de la naturaleza. El año pasado sacó una secuencia de 50 fotos sobre las hormigas trabajando con las hojas que la expuso en la entrada del Centro Cultural San Martín.

En un sábado despejado de enero, Carlos tomó un micro de Retiro a San Antonio de Areco. Al llegar a su destino en la Plaza Ruiz de Arellano viajó con un colectivo local a Villa Lía, un pueblito ubicado a 18 kilómetros de allí. Llegó cerca de las tres de la tarde. Al bajar del micro caminó unos pasos y su cara se llenó de gotitas de transpiración y su estomago se estrujó como un trapo mojado. En la terminal no había ni un alma, sólo un perro echado que apenas abrió sus ojos cuando lo vió.

Comenzó a recorrer el pueblo y con lo primero que se topó fue la Plaza José Hernández, muy rústica en su aspecto, sin baldosas, ni veredas. Siguió caminando y vió un cartel despintado en amarillo y verde que decía “villa lía”. Caminó hasta allí y encontró una estación de trenes que por el estado de las vías parecía abandonada. Luego miró hacia atrás y una casa de adobe que decía pulpería y al parecer estaba abierta. Cruzó la calle e hizo caso al letrero agrietado que decía pase. No dudó en abrir el portón blanco de chapa y al entrar se sentó en una silla de mimbre color beige.

El bar estaba pintado todo de blanco, pero ninguna mesa era igual, como así tampoco las sillas lo eran, había de mimbre, pino, de acero y hasta un puf. A Carlos le sorprendió las botellas de vino, todas tenían la etiqueta tapada con una cinta de embalar. Siguió mirando el lugar y nadie aparecía para atenderlo. Cuando se estaba por ir unas cenizas de cigarrillo envolvieron sus zapatos, eso hizo que levantara la vista y se encontrara con una mujer de rasgos españoles, mucha cabellera, nariz aguileña, frente ancha, pechos enormes que enseguida estuvieron en frente de la cara de Alemani. Al no reaccionar ella se hizo a un lado y ahí pudo ver mejor su aspecto. Tenía los labios pintados de rojo brillante, sus pestañas destilaban rimel azul y y una pollera verde muy diminuta apenas cubría sus piernas. Ella no tenía más de 25 años.

A pesar de ser una mujer atractiva, Carlos babeaba por el hambre.. dele pidió la carta y dijo: “quiero unas milanesas con papas fritas lo más rápido posible”. Ella respondió riendo: “eso no hay acá”, entonces el sugirió supremas. Ella lo miró, frunció sexi sus labios para adelante y le dijo: “solo tenemos ravioles con estofado”. “Bueno -le dijo él- aunque hace calor, tráigame eso con una botella de agua sin gas”.

En unos minutos apareció otra mujer de características parecidas a la anterior pero con la pollera más larga y unos veinte años más. Ella le sirvió los ravioles con estofado y queso. De repente un taconeo anuncio a otra mujer de unos 70 años vestida igual a las anteriores, que le trajo el agua y el pan. No pasó un segundo y Carlos comenzó a devorar los ravioles . Luego de comer medio plato miró hacia el mostrador y las tres mujeres lo observaban. En ese momento se dio cuenta que eran abuela, madre e hija y pensó dentro de sí “es una familia de Bataclanas”.

Al terminar de comer empezó a pestañar y a sentir pesado su cuerpo. Al ver esto la más joven de las mujeres le trajo un café con crema, que despabiló un poco a Carlos. Pero lo que más lo despertó fue la música árabe que comenzó a sonar en la pulpería. Cada una de ellas inició un baile alrededor de él y cuando un trozo de crema se deslizó sobre su barba, la cuarentona lo limpió con una servilleta y lo miró fijo.

La seducción de las tres no le despertó deseo alguno, sino que hizo temblar sus piernas. Elevó su voz de modo grave y dijo ¡la cuenta por favor!, en unísono le respondieron $70 pesos por la comida y el show. A él le pareció medio caro pero sus ojos comenzaron a pestañar nuevamente y les pagó sin quejarse. Al retirarse cada una le dio un beso en la mejilla y una caricia en la espalda. Ya en la calle se dio cuenta que entre la comida y el baile eran las 6 de la tarde, por lo que, a pesar del cansancio le sacó unas fotografías a unos caballos que estaban comiendo el pasto de las vías.

Permaneció en Villa Lía hasta bien entrado el domingo, pero cuando quiso levantarse el lunes en su casa de Barracas, parecía que su cuerpo se hundía en la cama. Con mucho sudor llegó hasta el baño. Al mirarse en el espejo vió su cara con un tono amarillento y de repente unas arcadas emanaron de su boca y el vomito ensució su inodoro. Con las manos en su panza y el cuerpo todo encorvado por el dolor de estómago llamó a una ambulancia. Al llegar los médicos le dijeron que, por su aspecto y la fiebre que tenía debía ser internado. Pasó una semana en terapia intensiva porque tenía una gran intoxicación producto de la comida del bar de las bataclanas.

En una fiesta al cabo de unos años, entre copa y copa, Alemani contó esta historia. Pero al decirlo con su voz aguda y con su aspecto de gnomo, su audiencia no se horrorizó por lo mencionado, sino que respondió con risotadas.